Alberto Moravia (Roma, 1907 - 1990)
La romana (1947)
Me puse a pensar otra vez en el mar y me vino un gran deseo de morir ahogada. Pensé que sufriría un momento sólo, y luego mi cuerpo exánime bogaría mucho tiempo, de ola en ola, bajo el cielo. Las aves marinas me picarían los ojos, el sol me abrasaría el pecho y el vientre, los peces me roerían la espalda. Por último, me hundiría, llevada de cabeza hacia cualquier corriente azul y fría que me haría viajar en el fondo del mar durante meses y años, entre las rocas submarinas, los peces y las algas, y mucha, mucha agua límpida y salada pasaría sobre mi frente, sobre mi pecho, sobre mi vientre, sobre mis piernas, llevando lentísimamente mi carne, puliéndome y sutilizándome cada vez más. Y al final, un oleaje cualquiera, en un día cualquiera, me echaría con fragor sobre una playa cualquiera, reducida ya a unos pocos huesos blancos y frágiles. Me agradaba la idea de ser arrastrada al fondo del mar por los cabellos, me agradaba la idea de ser reducida un día a unos pocos huesos ya sin forma humana, entre los guijarros pulidos de un arenal. Y ojalá que alguien, sin advertirlo, caminara sobre mis huesos reduciéndolos a polvo blanco. En estos pensamientos voluptuosos y tristes me dormí por fin.
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