3/6/09

Leyenda y El lector es un fingidor - García-Maiquez


Hay una leyenda que ha llegado a nuestros días y que nació en los círculos de intelectuales y de escritores románticos del siglo XIX. Había en Alemania uno de los escritores más grandes que jamás haya existido, aunque totalmente desconocido. Su anonimato fue estrictamente voluntario y respondía tan solo a una razón: no podía soportar que su texto, al que había creado y mimado como si fuera un hijo, fuera malinterpretado. No se refería al texto en general, o al argumento si no a los matices, los pequeños detalles que hacen grande a una obra. Decía, que si ni sus más allegados podían ser capaces de interpretar tal y como él lo había imaginado, evidentemente no lo haría un desconocido, así que prefería guardar para sí mismo sus obras. Evidentemente estas exigencias serían inalcalzables incluso para la más perfecta de las obras.

Era tal el talento de este autor misterioso y la calidad de sus obras que incluso el mismo Goethe quiso reunirse con él. Después de varios días, Goethe consiguió sacar un compromiso al joven escritor. El trato era que aceptaba mostrar sus obras siempre y cuando éstas tan solo fueran leídas por gente que hubiera demostrado sobradamente su valía en el campo de la literatura, las artes o las ciencias. Además, puso como condición que fuera el mismo Goethe quién custodiara y eligiera a los privilegiados. Aunque parezca un acto de soberbia, Goethe siempre definió al autor misterioso como el más modesto de los grandes.
No hay ningún tipo de dato sobre quién pudo tener la enorme suerte de leer su obra.

La leyenda continua en Florencia. Fue allí donde dicen que se dirigió Goethe cuando tuvo constancia del suicidio del escritor. Superado totalmente por las circunstancias y debatiéndose entre mostrar la obra maestra al mundo o mantener la palabra dada, decidió dejar el legado en un monasterio del que no hay ninguna constancia de cual pueda ser. Goethe llegó a la conclusión que tan sólo contaría el secreto y daría la llave del baúl que contenían las obras a una persona, a modo de herencia, siempre días antes de morir. A su vez, la persona elegida tan solo podría desvelar el secreto días antes de morir a una sola persona y así sucesivamente.

Así pues, se supone que fueron acudiendo de incógnito grandes personajes al monasterio donde se custodiaba una de las obras maestras de la literatura universal. Sucedió así, sin que se sepa nombre alguno de los elegidos, hasta que la leyenda se detiene en Stendhal. Éste, fue uno de los escogidos y quedó enormemente sorprendido por el valor de estos libros, anónimos para el mundo. Después de algunas jornadas leyendo sin cesar, Stendhal tuvo la duda razonable de si mostrar al mundo dicho hallazgo. Tan abrumado estaba por la decisión que debía tomar que decidió dar un paseo para ver si se le aclaraban las ideas. Cabe decir, que es probable que fuera en estas fechas cuando Stendhal describe la experiencia que siente alguien al ser expuesto a una sobredosis de belleza artística y que hoy se conoce como Síndrome de Stendhal.
Al regresar al monasterio, un denso humo salía de la estancia en la que se encontraban los documentos. Alguien había quemado el baúl que contenía toda la obra. Ni un solo papel pudo salvarse y quedó para siempre en el anonimato, esta vez, para todo el mundo sin excepción.

El siguiente poema puede ilustrar perfectamente lo que podía sentír el misterioso escritor alemán:


El lector es un fingidor

Enrique García-Máiquez
(Murcia, 1969)


Cuento mi vida pero lees la tuya.
Nombro un paisaje de mi infancia y tú visitas
-tramposo- aquel camino de arena hacia la playa
por donde corre un niño feliz, que no soy yo.

Actúas siempre así, lo sé por experiencia.
¿Qué importa que yo tenga un nombre propio?
Tú lo expropias. Si hablo de mi pueblo,
es tu ciudad. Se transfigura en álamo
el pino de mi casa. Mis amigos
son mis desconocidos de repente.
Y hasta mi amada es ya tu amada.

Yo cuento sílabas, tú cantas, silbas
poniendo música a mis letras, musicando
al ritmo que te gusta.
De todo cuanto digo escuchas sólo
lo que a ti te interesa, quizá lo que no dije,
sin que haya forma así de no entendernos.

Te entiendes y me entiendo, porque al pasar la página
vuelves mis versos del revés, reversos
tuyos. Debí de sospechar
de ti, que no te ocultas,
que robas a la luz amable de una lámpara.

Yo soy el que me oculto. Cuando escribo,
tú vives y eso es todo. Como te dijo Bécquer:
Poesía eres tú.
Y yo el poema.

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